Antes de la lectura de esta semana yo creía ardientemente que se debe valorar la creación de una obra de arte por encima de su creador. Es la posición de Harold Bloom: en el nuevo prefacio del Anxiety of Influence aclara que la ansiedad del poeta no es ante otros poetas, como lo sostienen Gilbert y Gubar (quienes malinterpretan el Anxiety y a Freud) en su texto “Infection of the Sentence”; sino que la ansiedad del poeta proviene de otros textos. Es decir, un poeta nace en la biblioteca, leyendo libros; no nace en un bar, avivando su envidia contra sus prójimos, ni mucho menos visitando un cementerio y ahí inclinándose ante los fantasmas. ¿Pienso en Shakepeare o pienso en Hamlet, cuando escribo la línea “to be or not to be”?
Sin embargo, hay una insistencia en la vida diaria, en la industria del libro e incluso en la academia de enfocarse en el creador, casi al costo de su obra.
Cuántas veces me crucé con alguien (mujeres) que no mira las películas de Woody Allen, o no escucha los discos de Kanye West, o no lee los ensayos de Octavio Paz, sólo porque sus obras llevan su firma. O peor: conozco gente (hombres) que no leen a Rachel Cusk, ni escuchan a Taylor Swift, ni ven la serie Gossip Girl porque es demasiado girlie. Me dan ganas de gritar, ¡Lo que importa es el arte! Al menos para mí, que me considero un artista, yo no me puedo dar el lujo de ignorar una obra bien hecha, sea quien sea el progenitor. Como cité en la clase el otro día sobre la obra de Elena Ferrante: quién sabe si lo escribió una mujer o un hombre, lo gustoso es entrar en ese “flow state” de dar vuelta trescientas páginas en cinco días, sumergido en la narración del personaje Elena Greco. No obstante, por escribir anónimamente, la autora (o autor, o autores) de la autora Elena Ferrante que crea a Elena Greco jamás recibirá un premio por “Best under 40” o un premio Nobel, que se otorga a los creadores solamente, no a sus creaciones.
¿Y esta clase? Es un estudio de las autoras latinas viviendo en los Estados Unidos, por más que centralizamos sus creaciones literarias. Por una parte, entiendo que se trata de visibilizar a las mujeres, de releer a las autoras, de tener esas conversaciones difíciles sobre la representación, la justicia social y una nueva consciencia. Por otra parte, yo empatizo con Sandra Cisneros cuando dice, en su introducción de Borderlands, que no hubiera conocido mejor a Anzaldúa si hubieran sido vecinas; fue leyendo su obra como ella la conoció, fue leyendo su obra que ella se inspiró.
De todas maneras, este segundo texto de Gubar, “The Blank Page”, me forzó a reconsiderar todo lo antedicho. En el texto (claro, nunca conocí la autora) aprendo que existen razones válidas razón por las cuales es difícil separar la artista de su arte. Está el hecho que para muchas artistas mujeres, como las monjas carmelitas del cuento de Dinesen, la única forma de expresión que les queda es la de usar sus cuerpos (Carolee Schneeman llevará esto su apoteosis con “Up to and Including her Limits” e incluso “Blood Work Diary”). También está el hecho que para muchas creadoras mujeres la distancia entre la creadora y su creación es estrecha, al menos más estrecha que la de un artista y su arte: sea dar luz a un hijo, o hacer leche, o hacer papel, o tejer tejidos (paréntesis, qué lástima que Guber olvide el cuento de Aracne de las Metamorfosis) o escribir autoficción de primera persona (Ernaux) o de tercera (Heti). Lamentablemente, también está el hecho que muchos sistemas excluyen a la mujer . . . pienso en los templos en Bali que pedían que las mujeres en menstruación esperen afuera de los templos donde el pueblo entra para ser purificada o escuchar historias. Obviamente la pérdida lo tienen los que imponen semejante exclusión. Yo recuerdo salir el templo y escuchar a una turista decir que “I went in there any”. Su cuento me hizo reír; quizás porque se trataba de un cuerpo cruzando una línea inventada.