Antes que nada, y en nombre de vivir una experiencia de “reflexión and análisis”, como dice bell hooks, digo que aprecio la asignatura de escribir un diario semanal. No porque cuente treinta por ciento del grado final, no; ni tampoco por el hecho de que me gusta escribir blah blah. Será por la oportunidad de reflexionar con los textos estando todavía en la mano. Este reflexionar de inmediato, sobre una lectura aún en mi memoria reciente, recuerda el planteamiento de Lugones y Spelman que propone abrir un espacio de “diálogo reciproco” entre teóricas para avanzar su epistemología; es decir, al crear este pequeño texto, me siento en una conversación creativa con las autoras del encabezado, una cuya meta es la verdad y cuyo fin es saludarse con respeto antes de salir por la puerta. Supongo que nuestro curso, en suma, se trata de eso: de atender a ideas corrientes para así avanzar (o “expandir”, si presto el verbo que empleamos en la primera clase del semestre) la corriente feminista que reescribe/corrige América, todo en un espíritu compartido que dice que es posible, que vale la pena y que el mundo será mejor gracias al encuentro. O por lo menos “sanarnos”, volviendo a hooks.
Por otra parte, se me hizo tremendamente curioso la pregunta de la colega en esa misma primera clase: ¿cómo se siente ser el único hombre en esta clase? Respondí, a mi propio ver, espásticamente, que “honrado”, que “privilegiado”. Pues, hombre, ¿qué hubiera, o debería haber, dicho? ¡Que me siento feliz? Qué sé yo. Lo cierto es que vine a la universidad para aprender . . . y que asistir el salón AH 203 para la clase del lunes no se siente tan diferente que asistir el mismo salón los jueves, con otros compañeros y otro profesor y otra bibliografía. De hecho, a veces las conversaciones son similares: la semana pasada, con Hasbún, leímos a la francesa Virginie Despentes citar a la inglesa Virginia Woolf diciendo que los autores por lo general representan a la mujer como un personaje plano. No tan distinto a la critica de Emma Pérez, cuando compara a la Malinche, la Delgadina, la Silent Tongue y Selena, que seguro nos prestará una conversación fructífera hoy, acerca de cómo, por qué y hasta dónde se puede llevar la representación de una mujer mitológica. Especialmente cuando el autor es un hombre . . . mi propuesta de disertación presenta a una mujer joven. Pues, ¿cómo me siento, tanto en el salón, como ante este panel de críticas feministas por escrito? Me siento con ganas de levantar la mano.
A veces leí con placer —con mi sombrero de pirata puesto y agarrado del timón de mi imaginación— y me dejé llevar. Por ejemplo, a leer las cuatro oraciones del quinto párrafo del ensayo de Cixous, donde se superponen (1) el asombro, (2) la persistencia de la niñez, (3) la aventura de explorar “la erotogeneidad”, la masturbación y la resistencia a la censura de la Belleza, sin jamás perder el gozo de las palabras, de dejarme llevar, de aceptar palabras desconocidas y de ilusionarme por las más grandilocuentes ideas.
Otras veces leí con asombro, como Irigaray que no quiere reversar los roles entre hombre y mujer, sino defender el deseo de crear un espacio para las mujeres donde no tienen que competir ante hombres.
Otras veces más leí con demasiadas críticas: como con Gilbert y Gubor, quienes evidencian no haber leído a Harold Bloom (ver su prefacio de 1994 en donde explica que él no proponía una lectura freudiana).