Uno construye su identidad por medio de sus palabras, sus acciones, y sus valores. Los diversos autores que estudiamos este semestre no son ninguna excepción. La única diferencia es que los nativos construyen esa identidad para la comunidad en donde viven. En cambio, los inmigrantes y los exiliados suelen dirigirse y construirse para los que viven afuera.
Principalmente los nativos se responsabilizan de dar voz al pueblo hispano en Estados Unidos. El dechado de la literatura nativa, Tomás Rivera, tomó su papel al pie de la letra, cuando compuso una obra completamente hecha de voces. “Siempre empezaba todo cuando oía que alguien le llamaba por su nombre” comienza la novela . . . y no se lo tragó la tierra. Dedicados a ser la voz de su pueblo hispano, los nativos se dedican a observar, a comentar, y a reflejar al mismo. Vigil, Hinojosa, y Laviera, respectivamente, hacían exactamente eso en sus obras: detallan los acontecimientos del pueblo (“han visto / a esa viejita / . . . / se pasea por el barrio”), o lo critican (“¿Y qué chingaos quiere decir eso?”), o poéticamente lo imitan para que los otros hispanoamericanos se sintieran escuchados (“te digo, i tell you, compañero, mírame bien”). El propósito de construir esta identidad hispanoamericana se ve nítidamente en Botánica. En la obra de Prida conocemos a Millie Castillo, una joven recién graduada. Por la mayoría del cuento ella resiste seguir los pasos de su madre y abuela. No obstante, al final decide en un compromiso: dirigir la botánica, pero de su manera—completo con una computadora y una sensibilidad basada en su experiencia personal y colectiva. Para servir a su comunidad en Nueva York.
Por otra parte, los inmigrantes y los exiliados partían con otros propósitos y por otros caminos. Los inmigrantes usaban su voz para desengañar a cualquier extranjero que se ilusiona con vivir en los Estados Unidos. Esto construye la identidad del explotado o de la víctima. Don Chipote, es un buen ejemplo, donde el protagonista es abusado de mil y una formas en los Estados Unidos, hasta su final feliz que es el regreso a México. O también Lucas Guevara, donde por más de 200 páginas el autor rotundamente rechaza el dicho “No hay mal que por bien no venga”: a Lucas Guevara, nada bien le pasa. Y mejor que los inmigrantes no vengan.
Por otra parte, para los exiliados la construcción de la identidad está íntimamente ligado a la revolución, a pelear, y al mejorar sus países natales. De esta forma, ellos utilizan sus plumas y teclados como cócteles molotov y ametralladoras. No hay más que leer Disparo en la catedral, para leer una obra que cuestiona el por qué existir, si no es para mejorar a la patria (“¡ÚNETE A LA LUCHA DE TU PUEBLO!” leemos al final). O la obra de Luisa Capetillo: en ella uno nota inmediatamente que el arte en sí toma tercer plano detrás de formar guerreros y de vigorizar al proletario (notar los errores tipográficos en cada página de los tres actos de Influencias de las ideas modernas escrito en Arecibo en noviembre de 1907). Sin parangón, desde luego, es José Martí, cuyo obra fue llevada hacia la vida real. Tanto pelear desde los Estados Unidos, él termino muerto por luchar contra los españoles en 1895.
(En otra voz, Antología de la literatura hispana de los Estados Unidos. Editado por Nicolás Kanellos, Arte Público Press, Houston, Texas, 2002.)